En los primeros momentos de la actual crisis económica,
solía incluir en mis discursos una línea que a veces provocaba aplausos,
generalmente risas y que siempre daba a los oyentes motivos para el optimismo.
Decía que vista la experiencia de Europa y Estados Unidos en la década de 1930,
hoy las autoridades no cometerían los mismos errores que sus predecesores
durante la Gran Depresión. Esta vez cometerían errores diferentes y (ojalá) no
tantos como entonces.
Por desgracia, mi predicción resultó errada. Los funcionarios
de la eurozona no sólo insistieron en repetir las torpezas de los años treinta,
sino que parecen decididos a hacerlo en forma más brutal, más exagerada y más
amplia. Eso no me lo esperaba.
Cuando en 2010 estalló la crisis de deuda griega, me pareció
que las lecciones de la historia eran tan obvias que la solución se hallaría
fácilmente. La lógica estaba clara. Si Grecia no fuera miembro de la eurozona,
su mejor opción habría sido entrar en suspensión de pagos, reestructurar la
deuda y depreciar su moneda. Pero como la Unión Europea no quería que Grecia
abandonara el euro (hubiera sido un gran retroceso para el proyecto político
europeo) se le ofrecería ayuda, apoyo, quita de deuda y asistencia con los
pagos en cantidad suficiente para compensar cualquier ventaja que pudiera
obtener saliendo de la unión monetaria.
En cambio, los acreedores de Grecia optaron por apretarles
las tuercas. Por eso es probable que hoy Grecia esté en una situación mucho
peor que si hubiera abandonado el euro en 2010. El caso griego sirve de
contrapartida al de Islandia, que en 2008 se sumergió en una crisis financiera.
Mientras Grecia sigue empantanada en la depresión, Islandia (que no está en la
eurozona) está básicamente recuperada.
Claro que, como señaló en 2007 el economista estadounidense
Barry Eichengreen, hay motivos técnicos por los que salir de la eurozona es
difícil, costoso y arriesgado. Pero eso es una sola cara de la moneda.
Usando Islandia como comparación, el costo que supone a
Grecia no salir de la eurozona es equivalente al 75% del PIB de un año (y en
ascenso). Se me hace difícil creer que si Grecia hubiera abandonado el euro en
2010, el efecto económico hubiera llegado siquiera a la cuarta parte de eso.
Además, me parece igualmente improbable que el impacto inmediato de salir de la
eurozona hoy sea mayor que el coste a largo plazo de quedarse, dada la
insistencia de los acreedores de Grecia en la austeridad.
Esa insistencia es reflejo del apego de los funcionarios de
la UE (especialmente en Alemania) a un marco conceptual que los llevó una y
otra vez a subestimar la gravedad de la situación y recomendar políticas que
empeoraron las cosas.
En mayo de 2010, el PIB de Grecia registró una caída
interanual del 4%. La UE y el Banco Central Europeo predijeron que el primer
programa de rescate reduciría el PIB griego otro 3% por debajo de los niveles
de 2010, antes de que la economía comenzara a recuperarse en 2012.
Pero en marzo de 2012 se impuso otra realidad. El PIB iba
camino de ser un 12% inferior a 2010, y se implementó un segundo programa. A
fin de año, había caído un 17% por debajo de 2010. Hoy está un 25% por debajo
del nivel de 2009. Y aunque algunos predicen una recuperación en 2016, no veo
que haya ningún análisis de la demanda potencial que justifique ese escenario.
La principal razón por la que las proyecciones erraron tanto
es que sus autores subestimaron una y otra vez el impacto del gasto público en
la economía, especialmente en una situación de tipos de interés cercanos a
cero. Y la evidente incapacidad de las medidas de austeridad para reiniciar la
economía en Grecia o el resto de la eurozona no bastó para que las autoridades
repensaran la estrategia.
En cambio, parece que están redoblando la apuesta, con la
teoría de que cuanto más profunda la crisis, más impulso habrá para las
reformas estructurales. La idea es que estas son necesarias para fortalecer el
crecimiento a largo plazo, y que sieste tarda en aparecer, es porque las
reformas eran aún más necesarias de lo que se pensaba.
Lamentablemente, es la misma historia de la década de 1930.
Como señala el comentarista estadounidense Matthew Yglesias, aunque en aquel
momento los principales partidos europeos de centroizquierda se dieron cuenta
de que las medidas aplicadas no funcionaban, no propusieron alternativas. “Se
dejó a otros partidos con peores intenciones (Hitler, por ejemplo) entrar en
escena y decir que si las reglas del juego llevaban a largos períodos de
desempleo masivo, entonces había que cambiarlas”.
Hoy, añade Yglesias, los políticos europeos de
centroizquierda “no tienen ni una estrategia para cambiar las reglas de juego
ni agallas para patear el tablero”. Por ello impera la austeridad, y las voces
discordantes son las de populistas como Marine Le Pen en Francia o Beppe Grillo
en Italia, cuyas propuestas económicas prometen ser aún más ineficaces.
Yo creía que seríamos capaces de aprender del pasado, y que
la Gran Depresión fue suficientemente importante en la historia europea para
que las autoridades no repitieran los mismos errores. Y sin embargo, por ahora
es precisamente lo que parece estar ocurriendo.
J. Bradford DeLong es profesor de Economía en la
Universidad de California en Berkeley e investigador asociado en la Oficina
Nacional de Investigaciones Económicas de los Estados Unidos.
© Project Syndicate, 2015.
Traducción de Esteban Flamini.